domingo, 9 de octubre de 2011

Él se muere, se muere

Aristóteles en el comienzo de su Metafísica habla sobre la necesidad del ser humano de saber y, por lo tanto, de sentir; ya que en tanto que sentimos conocemos y nos da cierta experiencia que, si se aprende de ella, nos puede ayudar en gran medida. Dice así: "Todos los hombres por naturaleza desean saber. Señal de ello es el amor a las sensaciones. Éstas, en efecto, son amadas por sí mismas, incluso al margen de su utilidad, y más que todas las demás, las sensaciones visuales."

Esto que dice Aristóteles sobre ese afán de saber que deriva en un amor a las sensaciones me hizo reflexionar hace ya tiempo. ¿Cómo podríamos describir lo que sentimos al conocer algo nuevo o al recordar una sensación que nos extasió en su momento? Solo con amor. Solo el amor a las cosas y a las sensaciones nos hace disfrutar de la vida, estar contentos con nosotros mismos y, lo que es más importante, ser felices. El amor a los pequeños placeres de la vida, esos que no cuesta tanto conseguir, son los que nos hacen más humanos. Por eso Aristóteles se refiere a todos los hombres (pantes anthropoi, porque somos todos los que deseamos conocer, sentir y ser felices. Aunque esencialmente sean las sensaciones visuales las que nos produzcan esto -como una puesta de sol, una montaña nevada, la abeja que chupa el néctar de la flor, ver cómo se desliza una pluma en una corriente de aire, etc- ¿Acaso si estuviésemos cegados de vista no podríamos amar lo que sentimos de manera tan intensa como el que posee la facultad de la vista?

Rainer Maria Rilke explicaba esto en sus correspondencias al joven poeta Franz Albert Kappus de la siguiente manera: "Y aunque se encontrara en un calabozo cuyas paredes no dejasen llegar a sus sentidos ni uno solo de los sonidos del mundo, ¿No le quedaría todavía su infancia, ese tesoro precioso y regio, ese santuario de la memoria? Dirija su atención a ella. Intente sacar a la superficie las sensaciones sumergidas de ese vasto pasado; su personalidad se consolidará, su soledad se ensanchará y se convertirá en una estancia a media luz desde la que oirá pasar de largo el ruido lejano de los demás."

Pero este desborde de sensaciones -a lo que William Wordsworth denominaba como overflow- no cabe duda de que requiere tiempo. La sensación de estar en constante contacto con el ansia -y ya no necesidad- de saber me produce una sensación extraña que seguramente esté promovida por el tiempo. Me abruma el tiempo. No puedo dejar un segundo. Hay tanto que leer y aprender de lo que se lee... Pero más sintiendo. Sabiendo convivir con nosotros mismos y aprendiendo de eso: de nuestros momentos de soledad. Y no solo Rilke insistía en la soledad, sino otros autores a lo largo de la historia como Teognis de Megara, Lucio Anneo Séneca o Santo Tomás de Aquino.
Ayer leí una poesía de Idea Vilariño que me sorprendió. Sobre todo la percepción del tiempo que tenía esta poetisa:


Está solo, lejano,
se está muriendo solo en la alta noche,
está solo, es hermoso,
lo obsesionan el mar, la muerte, los relojes,
lo obsesiona mi nombre
pero olvida las sombras de mis ojos.
Cabo de tormentas,
ahora que he doblado,
qué importa, qué me importa
que está muriendo lejos,
que se siga muriendo lejano en la noche
qué importa, qué me importa que se muera
y piense estoy viviendo.
El tiempo no es un río que canta
es un pantano.
Él se va terminando,
yo también,
todo, todo,
él se va terminando en la noche
y yo lo amo
y quisiera, quisiera.
No es un río que corre,
lo cruzamos,
nos vamos deshaciendo,
sus manos,
su obsesión por los nombres, las cosas el silencio
y esa palabra Tiempo que le oprime en la frente.
Nos vamos deshaciendo.
Ah, tomarse de algo.
Él se muere, se muere.

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